SOBRE JACK LONDON.
Leonid Andreev.
Traducción de Vera Kúkharava
Texto de la Introducción de
Me gusta Jack London por su fuerza apacible, por su mente clara y
resistente, fuerte; por su orgullosa valentía. Jack London es un escritor
sorprendente, maravilloso ejemplo de talento y voluntad dirigida a afirmar la
vida.
Los anglosajones son en su mayoría una raza de hombres; a veces se
podría pensar que apenas tienen mujeres. Su actuación en el mundo se refleja en
el trabajo de los hombres, a veces despiadadamente crueles, otras veces de gran
y libre generosidad, pero siempre hombres rectos, consecuentes y fuertes. Son
ajenos a los arrebatos de éxtasis de la afeminada Francia, país que se eleva
hacia lo más sublime o cae en fango del filisteísmo, de la impotencia moral, del
agotamiento físico. A diferencia de Francia, su éxtasis es una llama blanca y
fría, uniforme, confiada y recta. De grandes incendios y catástrofes vive el
corazón de Francia; en su voz, incluso saliendo de la boca de Napoleón, siempre
se escuchan notas histéricas, chillonas. Bajo la uniforme y plena luz del sol
vive el espíritu de la vieja Inglaterra y de la joven América. Sus revoluciones
son esos días de sol, un poco más calurosos de lo habitual; a veces tórridos. Es
cuando los reyes, sin saber qué hacer con tal tiempo, pierden la cabeza.
Valiente y majestuosa es la
literatura inglesa. Un día en el mundo aumentó la cantidad de hombres; porque aquel
día en Inglaterra nació Bayron.
¿Y su risa? Mirad cómo se ríe Voltaire de
Houdon: una vieja sabia, malvada y maliciosa. Y comparad su risa con
la del implacable y frió Swift: no es el hombre quien se ríe, sino la propia
razón con su estricta secuencia de la lógica del pentagrama.
¿Y sus lágrimas, su miedo y su locura?
El más grande loco de Inglaterra y del todo el mundo, Edgar Allan Poe,
es el lógico más eminente. El que nunca tiene ataques de histeria, no grita ni
solloza, no agita estúpidamente las manos. Ante la cara de la locura y del
miedo, él, sobre todo, es un hombre, un dialéctico frío; soberbio y a la vez
sumiso observador de su propia muerte. Y de nuevo una comparación involuntaria:
Poe y el francés Maupassant, con su histérica Horla, que da miedo sólo a las mujeres.
A Jack London, al todavía joven Jack London, le pertenece un glorioso
lugar entre los grandes. Su talento es orgánico, como una buena sangre; fresco
y resistente, su imaginación es abundante, su experiencia es enorme y propia,
como la de Kipling y la de Sinclair. Es muy probable que London no pertenezca a
ninguno de los círculos literarios ni esté familiarizado con la historia de la
literatura, pero él con sus propias manos escarbaba la tierra en busca de oro
en Klondike, naufragaba en los mares, moría de hambre en los suburbios de las
ciudades, en las siniestras catacumbas que pudren los fundamentos de la
civilización, donde deambulan sombras de personas disfrazadas de animales,
donde la lucha por la supervivencia adquiere carácter de simplicidad asesina y
claridad deshumanizada.
¡Un talento maravilloso! Con un don de entretener que sólo se da en los
escritores sinceros, verídicos. Que con la mano firme y amistosa lleva al
lector por el camino. Y al final de éste, da pena despedirse de un amigo;
entonces buscas y deseas un nuevo encuentro, una nueva cita. Mientras lees sus
textos, sales de un estrecho rincón hacia la amplitud de los mares, te llenas
el pecho con el aire salado y sientes cómo se fortalecen los músculos, y cómo la
eternamente ingenua vida te empuja poderosamente, te llama a trabajar y a
luchar.
Enemigo de la impotencia, de la decrepitud, de los gemidos y quejidos
infructuosos, ajeno a la compasión y a la piedad barata -donde bajo las agrias
máscaras se esconden la falta de voluntad para la vida y para la lucha- Jack
London entierra serenamente a los muertos, despejando el camino para los vivos.
Por eso sus entierros son alegres cual bodas.
Hace poco –informaron los periódicos- en uno de las grandes ciudades
brotánicas, parece que en Edimburgo, hubo un incendio en un teatro. ¿Imaginan ustedes
lo que es un incendio en un teatro lleno de espectadores, de mujeres y de
niños? En el instante cuando debería atacar el irracional y atroz pánico, presagiando
con los histéricos gritos de las mujeres y también de algunos hombres muy
nerviosos, muertes violentas y graves lesiones, alguien se subió a un banco y
en voz alta se puso a cantar el himno "Gran Bretaña gobierna
los mares". Fue un momento de
desconcierto, de choque de dos corrientes, la lucha de dos fuerzas: el caos contra
la voluntad humana. Al principio a la
voz cantante se unió una voz vacilante, luego otra y otra… Y de pronto la
canción creció, se hizo fuerte; ya estaba cantando todo el teatro y con los
sonidos rítmicos y sincronizados en orden estricto salieron todos los
espectadores, mientras, tras el escenario devorado por el fuego, se quemaban
vivos atrapados los desgraciados actores. Los espectadores lograron salir
todos, ¡y ni una mujer murió, ni un niño!
Pienso que aquel hombre, el caos sometido a la voluntad, los alaridos
convertidos en una canción, era Jack London.