28 de enero de 2017

SOBRE JACK LONDON.

SOBRE JACK LONDON.

Leonid Andreev.
Traducción de Vera Kúkharava
Texto de la Introducción de 

Me gusta Jack London por su fuerza apacible, por su mente clara y resistente, fuerte; por su orgullosa valentía. Jack London es un escritor sorprendente, maravilloso ejemplo de talento y voluntad dirigida a afirmar la vida.
Los anglosajones son en su mayoría una raza de hombres; a veces se podría pensar que apenas tienen mujeres. Su actuación en el mundo se refleja en el trabajo de los hombres, a veces despiadadamente crueles, otras veces de gran y libre generosidad, pero siempre hombres rectos, consecuentes y fuertes. Son ajenos a los arrebatos de éxtasis de la afeminada Francia, país que se eleva hacia lo más sublime o cae en fango del filisteísmo, de la impotencia moral, del agotamiento físico. A diferencia de Francia, su éxtasis es una llama blanca y fría, uniforme, confiada y recta. De grandes incendios y catástrofes vive el corazón de Francia; en su voz, incluso saliendo de la boca de Napoleón, siempre se escuchan notas histéricas, chillonas. Bajo la uniforme y plena luz del sol vive el espíritu de la vieja Inglaterra y de la joven América. Sus revoluciones son esos días de sol, un poco más calurosos de lo habitual; a veces tórridos. Es cuando los reyes, sin saber qué hacer con tal tiempo, pierden la cabeza.

Valiente y majestuosa es la literatura inglesa. Un día en el mundo aumentó la cantidad de hombres; porque aquel día en Inglaterra nació Bayron.

¿Y su risa? Mirad cómo se ríe Voltaire de Houdon: una vieja sabia, malvada y maliciosa. Y comparad su risa con la del implacable y frió Swift: no es el hombre quien se ríe, sino la propia razón con su estricta secuencia de la lógica del pentagrama.

¿Y sus lágrimas, su miedo y su locura?

El más grande loco de Inglaterra y del todo el mundo, Edgar Allan Poe, es el lógico más eminente. El que nunca tiene ataques de histeria, no grita ni solloza, no agita estúpidamente las manos. Ante la cara de la locura y del miedo, él, sobre todo, es un hombre, un dialéctico frío; soberbio y a la vez sumiso observador de su propia muerte. Y de nuevo una comparación involuntaria: Poe y el francés Maupassant, con su histérica Horla, que da miedo sólo a las mujeres.
A Jack London, al todavía joven Jack London, le pertenece un glorioso lugar entre los grandes. Su talento es orgánico, como una buena sangre; fresco y resistente, su imaginación es abundante, su experiencia es enorme y propia, como la de Kipling y la de Sinclair. Es muy probable que London no pertenezca a ninguno de los círculos literarios ni esté familiarizado con la historia de la literatura, pero él con sus propias manos escarbaba la tierra en busca de oro en Klondike, naufragaba en los mares, moría de hambre en los suburbios de las ciudades, en las siniestras catacumbas que pudren los fundamentos de la civilización, donde deambulan sombras de personas disfrazadas de animales, donde la lucha por la supervivencia adquiere carácter de simplicidad asesina y claridad deshumanizada.
¡Un talento maravilloso! Con un don de entretener que sólo se da en los escritores sinceros, verídicos. Que con la mano firme y amistosa lleva al lector por el camino. Y al final de éste, da pena despedirse de un amigo; entonces buscas y deseas un nuevo encuentro, una nueva cita. Mientras lees sus textos, sales de un estrecho rincón hacia la amplitud de los mares, te llenas el pecho con el aire salado y sientes cómo se fortalecen los músculos, y cómo la eternamente ingenua vida te empuja poderosamente, te llama a trabajar y a luchar.
Enemigo de la impotencia, de la decrepitud, de los gemidos y quejidos infructuosos, ajeno a la compasión y a la piedad barata -donde bajo las agrias máscaras se esconden la falta de voluntad para la vida y para la lucha- Jack London entierra serenamente a los muertos, despejando el camino para los vivos. Por eso sus entierros son alegres cual bodas. 
Hace poco –informaron los periódicos- en uno de las grandes ciudades brotánicas, parece que en Edimburgo, hubo un incendio en un teatro. ¿Imaginan ustedes lo que es un incendio en un teatro lleno de espectadores, de mujeres y de niños? En el instante cuando debería atacar el irracional y atroz pánico, presagiando con los histéricos gritos de las mujeres y también de algunos hombres muy nerviosos, muertes violentas y graves lesiones, alguien se subió a un banco y en voz alta se puso a cantar el himno "Gran Bretaña gobierna los mares". Fue un momento de desconcierto, de choque de dos corrientes, la lucha de dos fuerzas: el caos contra la voluntad humana.  Al principio a la voz cantante se unió una voz vacilante, luego otra y otra… Y de pronto la canción creció, se hizo fuerte; ya estaba cantando todo el teatro y con los sonidos rítmicos y sincronizados en orden estricto salieron todos los espectadores, mientras, tras el escenario devorado por el fuego, se quemaban vivos atrapados los desgraciados actores. Los espectadores lograron salir todos, ¡y ni una mujer murió, ni un niño!
Pienso que aquel hombre, el caos sometido a la voluntad, los alaridos convertidos en una canción, era Jack London.